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Carlitos y su templo del óxido

Es difícil hacer amigos en la adultez. Es una etapa escasa de tiempo libre que no se emplea conociendo a nuevas personas para hacer travesuras o para encontrar complicidad con la chica que te gusta. La mía no es una excepción. No voy por el mundo buscando nuevos amigos, mucho menos cuando en mi tiempo de ocio prefiero estar solo.

Un día entre en su casa con algún pretexto social. Tal vez era el cumpleaños de su hija o de su futuro yerno (mi amigo). No recuerdo. Para lo que quiero contar, lo importante es decir que llegué a su casa al anochecer y de las tres cosas que habitan la Tierra y me hipnotizan, las tres aparecían en su casa a medida que yo avanzaba del living al patio: en el escritorio descansaban los libros, el fuego habitaba el asador y en el fondo yo intuía un taller, lo que significaba que el templo del hierro era custodiado por máquinas.

Las presentaciones de rigor no se hicieron esperar: Carlos, él; él, Carlos. Y ahí estamos los dos, en el patio, hablando inocentemente mientras las palabras, nada inocentes, se van trenzando alrededor de libros, fuego y máquinas. En la esgrima de la conversación, el misterio se devela: el fondo de su casa era el espacio de tesoros que para la mayoría de las personas solo significan herramientas, fierros, cables y otras porquerías.

Pero ese día el templo estaba vedado para mí. Todavía no habíamos desarrollado la confianza necesaria para exigirle que abra el taller un día cualquiera a las diez de la noche y en el medio de un evento social para mostrarme la soldadora de arco. Solo pude contemplar la puerta de chapa y ese fue todo mi consuelo. Las palabras se fueron apagando como las llamas; como cualquier conversación entre un invitado y el futuro suegro de tu amigo. Pero si hay libros, fuego y máquinas, esa conversación está condenada a continuar.

Yo tenía por costumbre salir a caminar los días sábado y recorrer las calles de mi barrio, su arquitectura, los comercios. En uno de esos paseos desvié ligeramente el rumbo hasta encontrarme de pie frente al timbre de su casa. Esa tarde, finalmente, las puertas sagradas se abrieron para mí y los tesoros fueron exhibidos. De los mates pasamos a la cerveza y el “hola” inicial se convirtió en horas destinadas a la literatura, al cine, a la intensidad de la soldadura de arco y a las dificultades en el corte de materiales. Visitarlo se había convertido en un buen plan para mí. Con el tiempo comenzó a leer mis cuentos, los comentaba y compartía sus anécdotas, como las acrobacias en moto o su paso por los Panteras.

Días después del cumpleaños de su nieta, yo volvía de Buenos Aires perdido en alguna conversación o pensamiento. En la estación de Rosario nos tomamos un descanso para descomprimir las piernas y descender al mundo. Tres llamadas perdidas de mi amigo Javier descansaban en mi celular. No logro interpretar si la insistencia corresponde a un encuentro dionisíaco o a la proximidad de malas noticias. Su voz no es de festejo y el mensaje que sigue disipa toda duda: “Falleció Carlitos. Anoche se quedó mirando televisión y hoy a la mañana estaba ahí”.

No soy afecto a mostrar la tristeza en público. Siempre hay un pelotudo que interpreta una lágrima como una habilitación para darte una palmada en el hombro y decirte que no llores, que ya va a pasar. Y ante esas manifestaciones invasivas, solo sé responder insultando. Entonces guardé la tristeza para la soledad de mi casa y de Atila, el guardián canino.

Odio los funerales y toda la industria de la muerte que los rodea. Me fastidian. Solo voy cuando necesito despedirme del que se va. Y ahí estaba, despidiendo al que se iba, conteniendo las lágrimas en medio de otras personas que no estaban mejor que yo.

No suelo recordar las fotos que saco. Solo soy un aficionado sin muchas pretensiones. Lo que sí recuerdo son las últimas que le saqué a Carlitos con sus nietas, en aquel cumpleaños. No hay nada especial en la toma ni en la composición. Tampoco están entre las mejores fotos que saqué. Sucede que en esas capturas están presente las personas y el resultado del amor de dos familias, tres generaciones y mi testimonio como amigo, como protagonista y como fotógrafo.

Carlitos no se fue como aquellos que desaparecen y ya no dejan nada más que los recuerdos afectándose por la herrumbre. Él sigue presente en sus libros que hoy reposan en mi biblioteca y que me ayudaron a recibirme. Sigue presente en esas fotos que conservo y sigue presente cuando su hija ríe, porque también ríe él.

Pasaron algunos años desde mi primera soldadura. Mi torpeza social me arrastró con las manos vacías a todos sus convites. Tal vez la fotografía fue el único regalo que le hice, sin darme cuenta. Ya soldé en otras máquinas y tomé mates en otros talleres. Pocas veces apuro uno bien dulce en mate de madera y con el humo de los electrodos fundidos elevándose como incienso de templo. Pero cuando sucede,  me asalta el recuerdo de aquel día en el que dejé de lado mi tiempo de ocio para apostarme frente a su puerta y soldar una amistad que se niega a oxidarse.

 
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Publicado por en 20 julio, 2022 en Misceláneas

 

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Boletín Culturín N° 29 – Albert Einstein

Quizás sea el físico más reconocido y menos conocido que vio el siglo XX. Su nombre resulta evidente para cualquiera que revise la historia del siglo pasado y, como pasa con los genios que por algún misterio sobrevuelan nuestras cotidianidades, también es el dueño de citas que nunca dijo y protagonista de situaciones en las que dudosamente tuvo injerencia.

La brevedad exigida al boletín me impide hablar de Albert Einstein con la extensión merecida. Podría mencionar la posible participación de Mileva Maric en la teoría de la relatividad y en el fenómeno fotoeléctrico (trabajo por el cual Einstein recibió el premio Nobel). También podría inclinarme por el movimiento browniano, el gato de Schrödinger (experimento que el físico austríaco planteó al mismo Einstein), el efecto EPR, su lucha por la paz y, a la vez, su participación en la bomba atómica; las cartas con Freud o, también, el rechazo al cargo de primer ministro de Israel. Para quienes disfrutan de las noticias rosas, el encuentro con Marilyn Monroe o su relación con Chaplin serían la delicia.

En los tiempos que se corren, la agenda social indica que debo hablar sobre Mileva como científica invisibilizada. Pero la agenda mundial y el aniversario del fallecimiento de Einstein el día 18 de abril me inclinan a abordar su participación en la segunda guerra mundial, lo que ocurrió en agosto de 1939, cuando redacta, junto a Szillard y a Teller, una carta para Roosevelt.

Las advertencias de la misiva eran claras: sabían que en el uranio existe el potencial para construir bombas nunca antes vistas en cuanto a su poder de destrucción y manifiestan la preocupación por el cese de ventas del metal procedente de las minas de Checoslovaquia, que se encontraban bajo el control de los nazis. 

Si bien asesoró a la marina y juntó fondos para la guerra, el ejército se negó a dejarlo participar en el proyecto Mahattan (que buscaba construir una bomba atómica) porque su firme convicción pacifista ponía en riesgo la seguridad de Estados Unidos. 

Según sus biógrafos, esta contradicción descansaba en un hecho clave: las consecuencias de que la Alemania nazi dominara la energía atómica ponía en jaque cualquier posición neutral. Mucho se dijo de que los alemanes estaban lejos de la bomba pero los años demostraron que Heisenberg (este héroe que pasó a la fama por el principio de incertidumbre y, sobre todo, por la serie Breaking Bad) había modificado deliberadamente los cálculos para sabotear el proyecto alemán, poniendo en riesgo su propia vida.

Aunque Einstein estaba presionado por el posible armado de la bomba de los alemanes, la detonación en Hiroshima lo marcó para siempre. La foto instantánea de Halsman que acompaña este boletín es de 1947 y refleja la tristeza de Einstein durante una conversación en la que hablaba del uso destructivo que se había hecho con sus teorías.

Para cerrar este boletín, traigo un texto que sí escribió y que muestra su profunda convicción pacifista. Cito, entonces, un fragmento de Con motivo de la conferencia del desarme del año 1932, muchos años antes de la invasión a Polonia:

“Considero el problema más importante del Estado, el proteger al individuo y ofrecerle la posibilidad de desenvolver su personalidad creadora.

El Estado debe ser nuestro servidor y nosotros de ninguna manera sus esclavos. El Estado viola este mandamiento al obligarnos, por la fuerza, a prestar servicio militar y bélico. Y esta situación, esta condición de esclavitud, sirve para exterminar a los hombres de otro Estado, o perjudicar su libre desarrollo, impidiéndoselo. […] ¿No es horrible, acaso, verse forzado por la generalidad a ejecutar actos que el individuo aislado considera como el crimen más abyecto?” 

Albert Einstein – Como Veo el Mundo.

 
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Publicado por en 18 abril, 2022 en Boletín Culturín

 

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Boletín Culturín N° 27 – Navidad

A esta altura del año, como todos los años, tenemos las fiestas encima y se acerca Navidad a paso redoblado. Por eso hoy reflexionamos acerca de lo verdaderamente importante en estas fechas: quién hace el vitel toné y quién compra el hielo. Atrás quedó el milagro de la Anunciación, el engaño de los reyes magos y el nacimiento de Jesús entre unos animales que apestaban a animales. Atrás quedaron las teorías que buscan la fecha precisa del nacimiento. Todos sabemos que un mundo atravesando la cuarta revolución industrial necesita una Navidad aggiornada y con poca carga sensiblera. Los regalos, la comida y los chicos que no salen de la pileta hacen que todo lo demás sea superficial y artificioso.

Por este motivo, querido lector del boletín, hay que estar atento para no distraerse deseándole felicidades y que se cumplan los deseos de algún familiar al que no le preguntamos en todo el año si fue feliz o si se cumplieron sus deseos del año pasado. Es más, estoy seguro de que si apuramos un poquito la cosa, ni siquiera sabemos qué desearon ni qué causa apoyamos con un brindis de apariencia inocente.

Y tengamos mucho cuidado, porque tal vez aparezca un cristiano auténtico o alguna tía bienintencionada que haga preguntas genuinas sobre nuestros proyectos y sobre el verdadero “yo”. Estos seres son un problema para pasarla bien, son los verdaderos grinch de las fiestas y te obligan a pensar en tus deseos, en la gente que te rodea y en el corchazo que puede surgir si no tenés medianamente resuelto todo eso. Y si te descuidás un poco más, hasta podés terminar comiendo pan dulce.

Así que, surfistas de las fiestas, cuidemos las pilchas y el morfi porque dedicarse a pensar si estás desperdiciando tu vida o convirtiéndote en una persona estúpida, no garpa en esta fiesta. Hay que hacerla bien, como si fuese un asado de domingo pero con mejores ropas y entrega de regalos, regalos que, claramente, son directamente proporcionales al cariño que le tenemos al beneficiario. Quien recibe boxer, observa los regalos ajenos, se sabe. Si la tradición de regalar se la debemos a los romanos, a los reyes magos o a San Nicolás, quedará para otro boletín. Hoy, nos limitaremos a recordar las palabras del infaltable G.K. Chesterton:

«La Navidad está construida sobre una bella e intencional paradoja; que el nacimiento de Aquel sin hogar sea celebrado en todos los hogares».

 
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Publicado por en 23 diciembre, 2021 en Boletín Culturín

 

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Boletín Culturín N° 26 – Brigadier Estanislao López

Si seguimos a los historiadores en general, el brigadier Estanislao López fue una pieza clave en los albores del país y mereció con justicia que lo llamen Brigadier. Su causa: forjar una nación republicana y federal. Si seguimos a Leoncio Gianello en particular, López era como un San Martín pero de proporciones más modestas. Todavía me resulta difícil distinguir si Gianello enaltece al prócer y lo lleva a la categoría de héroe, como hizo toda una corriente histórica, o si, efectivamente, el Brigadier era un hombre de hombros gigantes.

Brigadier Estanislao López

De las proezas destacables, hoy, 22 de noviembre, quiero mencionar tres. La primera ocurre cuando López se informa de que la provincia será atacada desde Córdoba y Buenos Aires. Entonces, galopa al oeste, doblega al enemigo en campo abierto y vuelve rápidamente a pelear en el frente sur donde la victoria lo acompaña nuevamente. Sabía que no podía presentar batalla en ambos frentes simultáneamente. La segunda hazaña consistió en llevar al invasor Ramírez y su gente campo adentro, aprovechando la noche y el conocimiento del terreno para doblegar al entrerriano en una masacre que definió el destino del vencido. La tercera se dio luego del fusilamiento de Dorrego. López, enfurecido por la injustificada decisión de Lavalle y por la avanzada de las tropas del unitario en Santa Fe, logró por medio del desgaste llevar al enemigo a un campo ideal para acampar pero repleto de mío-mío. Las tropas descansaban mientras los caballos morían intoxicados por alimentarse de los arbustos. Es deseo de Estanislao evitar la sangre, pero la arrogancia y el repliegue de Lavalle lo lleva a pelear en Buenos Aires, junto a Rosas, en el puente de Márquez y, ya victorioso, pedir la renuncia del unitario en la mismísima Buenos Aires.

La muerte de Dorrego desata la suerte de Lavalle y de Rosas. El primero se ve obligado a renunciar y el segundo comienza a adquirir poder luego de la batalla del puente. Pero el antiguo compañero de armas del Brigadier retrasa deliberadamente la sanción de una constitución y quienes fueran compañeros comienzan a rozarse. Es que López se da cuenta, con el correr de los años, de que Rosas aparenta un federalismo que no posee, que retrasa con cualquier clase de excusas el congreso constituyente y, como un anticipo del futuro de la política argentina, se viste de federal pero se comporta como un centralista. Incluso López desliza que la invasión de las Islas Malvinas no fue repelida debidamente por no existir esa República que Rosas se niega a constituir. Hombre de mil batallas, López busca evitar enfrentamientos y se rehúsa a llevar las armas hasta sus últimas consecuencias, como la aniquilación de los enemigos; algo que podría haber cambiado el destino del país. Por este motivo, el caudillo litoraleño desobedece al restaurador cuando le pide la ejecución del General Paz, prisionero en Santa Fe. La relación entre ambos se tensa pero no se corta.

Alguna vez, un aficionado a la historia supo indicarme que existían documentos (a los que nunca tuve acceso) donde constaba el deseo del generalísimo de invadir la provincia de Buenos Aires para obligar a Rosas a tomar el camino federal y de la nación. Hoy, en el día del nacimiento del Brigadier, me quedo con la proclama con la que parte a enfrentarse en la batalla decisiva con Lavalle:

“La Provincia de Santa Fe, idólatra de su honor, no permanecerá muda ante aquellos ultrajes. Vuestro gobernador lo reclamó del modo digno y conciliatorio que sabéis; sus quejas pacíficas han sido contestadas con el cañón. Una escuadra ha paseado con insolencia nuestros ríos, ha bloqueado nuestro puerto y hostilizado sus costas; las partidas de los sublevados pisan todos los días nuestro territorio. ¡Santafesinos! os desprecian y vosotros ardéis de indignación. (…) A nadie ofendisteis santafesinos, nadie os ofenderá impunemente: os lo prometo. Amigos, yo parto, voy a sostener la dignidad de Santa Fe. Esta idea endulza el sentimiento con que os saluda.»

Estanislao López

 
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Publicado por en 22 noviembre, 2021 en Boletín Culturín

 

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Morocho

Mi abuela, dueña de tantos prejuicios que hoy habitan en mí, me decía que tenga cuidado con él porque era militar y peronista. Esa era su forma de decirme que estaba en un terreno muy peligroso. Para mí, él era un mito. Nunca lo veía y hacía lo posible para no verlo. La severidad era su marca. Sentía terror cuando mi amigo lo nombraba y no me acercaba a su casa si estaban ocupados. Creo que a mis 20 años lo había visto tres veces. Después, entre asado familiar y cumpleaños, empezamos a tomar cerveza y a frecuentarnos. Para entonces, descubrí que no era militar y, mucho menos, peronista. Eso sí, la severidad era absolutamente verdadera.

Mi amigo se mudó pero no importaba. Para ese entonces yo era amigo, también, de su padre. Hablábamos mucho, tomábamos otro tanto. Mis viajes a Córdoba no eran tan frecuentes en verano (en invierno inexistentes) pero mis visitas a su casa eran insoslayables. Si le avisaba con tiempo, tenía aceitunas y una cerveza para tomar. Un fin de semana cualquiera, nos despedimos hasta la próxima.

Ese invierno, en Santa Fe, decidimos postergar el festejo del día del amigo una semana. No era un gran plan ir a jugar al bowlling, pero cuando todos tus amigos tienen familia con hijos pequeños, las salidas se tornan menos sofisticadas y sin riesgos. Aún así, decidí salir a pie para no manejar. No tenía intenciones de controlar lo que iba a tomar y no tenía decidida la hora de regreso.

Cerca de las dos, todo se termina. Me estoy subiendo al auto de alguien que vuelve a su casa y me lleva no recuerdo a dónde. Pero mientras reviso el celular y cierro la puerta, me llega un mensaje de texto desde Córdoba. WhatsApp todavía no existe, por lo que un mensaje de texto a las 2.00 significa que no pasó algo bueno. Mi dudas se vuelven certezas cuando leo que el papá de mi amigo (que, repito, también era mi amigo) tuvo un accidente muy grave. Llamé por teléfono para saber cómo estaba todo. Entonces supe que la muerte ya había desplegado toda su prepotencia y había tocado a mi amigo con sus dedos fríos.

Me importa un carajo la muerte. Vivimos como si no fuese inevitable y como si nunca llegara. Son las reglas de estar en estos pagos. Lo que me jode es esa arbitrariedad insolente que la distingue, la impotencia que genera cuando te arrancan a alguien a quien querés porque elegiste quererlo y te dejó que lo quieras. Me jode no estar listo para verlo alejarse, me jode no poder llevarle una cerveza y decirle: «Gracias por todo, Morocho. No soy el mismo que era, simplemente porque te conocí, porque hiciste una diferencia en mis días».

Estoy bastante sobrio. Me arrepiento de no estar completamente borracho para no sentir esta punzada en el pecho, para que no se me parta la cabeza del dolor, para tomarme todo con calma y que no me importe su ausencia, para poder decir «así es la vida» y vaciar otro trago en silencio, en su memoria.

Estoy sobrio, despierto, tratando de acercarle a su familia un consuelo que no tengo, una palabra que no existe, un abrazo del que no soy capaz. Lo único que puedo hacer es agradecer por todo lo que me enseñó y por todo lo que me quiso, a su manera. Tal vez nos encontremos del otro lado y él tenga cerveza, aceitunas y maní para convidarme, porque voy a andar con sed y ganas de conversar. Y que la cerveza esté fría, Morocho, no me hagas armar quilombo al pedo.

Cuidate. Dónde sea que estés, andá con cuidado. Siempre hay un pelotudo suelto y no sabés de dónde sale. Te quiero, Morocho. Creo no te lo dije porque nunca me animé. Ahora es tarde, pero ya voy a tener mi revancha. Me quedo con los tuyos, Néstor, y les digo que los quiero, porque ya no me lo guardo.

 
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Publicado por en 20 julio, 2020 en Misceláneas

 

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Existir – Jaime Barylko

Cultura: es lo que le queda a uno después de haber olvidado todo lo que aprendió.

La obra más genial no justificará jamás el dolor que la originó. No obstante no me atrevo a aceptar esta espina del presente en función de futuras rosas.

Kant trataba de demostrar. Kierkegaard trataba de vivir

Nunca irrumpas en mi soledad. Acurrúcate en algún rincón y aguarda. No sé cómo volveré. Sé que volveré

 
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Publicado por en 8 enero, 2020 en Leon Leyente

 

Poema Gatidad – José Emilio Pacheco

Gatidad

No es de Angora, no es persa
Ni de ninguna marca prestigiosa

Más bien exhibe en su gastada pelambre
Toda clase de cruces y bastardías.

Pero tiene conciencia de ser gata.
Por tanto
Pasa revista a los presentes,
Nos echa en cara un juicio desdeñoso
Y se larga

No con la cola entre las patas: erguida
Como penacho o estandarte de guerra.

Altivez, gatidad,
Ni el menor deseo
De congraciarse con nadie

Duró medio minuto el escrutinio

Dice la gata a quien entienda su lengua:
Nunca dejes que nadie te desprecie.

José Emilio Pacheco

 
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Publicado por en 7 julio, 2019 en Leo que Lee

 

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El retorno del naúfrago

— Mi Coronel: el caballero lo espera en la puerta. Se niega a entrar. —dijo con la voz firme, cumpliendo una orden.

Evocó su memoria y recordó aquella batalla. Habían avanzado toda la noche entre el silencio y la espesura del bosque. Sin sobresaltos, sin contratiempos. Pero más allá del río encontraron una defensa apostada en la llanura sin deseos de ceder ni un sólo centímetro del valle. Hubo disparos, hubo explosiones. Un centenar de muertos regaron la hierba en minutos. Pero esos rostros oscuros continuaron el avance entre el fuego, las detonaciones y la muerte. Sólo descubrieron la trampa cuando todo estaba irremediablemente perdido.

No hace falta decir que la hazaña fue un fracaso, que la conquista fue un escándalo y que todos perecieron en la furia del combate. Todos, menos un sargento primero que desde el principio sospechó la conspiración y sabía que el combate era sólo una forma de devolver favores, callar testigos y salvar honores.

El sargento, aún siendo iluminado por el conocimiento, cumplió la misión junto a toda la avanzada. Pero el destino no lo quiso ni muerto ni prisionero, y cuando su último compañero en armas cayó abatido, se arrojó en el campo como un muerto más, emprendiendo una retirada silenciosa, asediada por la vergüenza y manchada de venganza. Esa noche, la noche que lo dejaron solo en el campo, la noche que se llevó la obediencia marcial, volvió al campamento empapado de rencores, dispuesto a vengar la muerte de los inmolados.

Nadie esperaba que alguien pudiera escapar con vida de aquella masacre. Su regreso ni siquiera fue percibido. Entonces tomó un fusil y dos trampas y la cúpula conspiradora acabó esa misma noche, sumando en siete a los hombres caídos en combate. Luego se retiró y permaneció en el anonimato. No figuraba entre los muertos. No se contaba entre los prisioneros. Resolvieron enterrar su nombre con el resto de los abatidos, aunque en secreto lo recordaban como “el náufrago de las estrellas”, llevando poesía a donde solo había cuerpos.

Con el tiempo el soldado supo que los conspiradores eran ocho y el octavo no se hallaba presente en la noche a la que refiero. Las mismas coincidencias dejaron con vida a dos hombres enfrentados hasta la muerte; uno cómodamente sentado en su despacho esperando al otro: el sargento primero. No temía por la muerte física. Un Coronel no debe temer cuando sabe que acerca la hora, pero la deshonra lo sume en un pavor frío y desconsolado.El hombre en el umbral iba a matarlo. Para el vengador, la deshonra y la muerte significaban lo mismo. Y aunque perseguía el honor, no estaba dispuesto a pagar cualquier precio. Por esa razón se negaba a entrar. No mataría a un superior dentro de su propia casa.

El Coronel huyó como huyen los que se saben deshonrados. El Náufrago, por las mismas coincidencias que lo habían salvado aquella noche, anticipó la cobarde huida y en la puerta trasera se vieron los rostros. El hombre acorralado intentó apelar a las coincidencias que lo habían salvado alguna vez. Quiso hablar, pero nuevamente todo estaba perdido de un modo irremediable, porque el puñal le había atravesado el estómago. Su verdugo le entregaba una mirada gélida como toda despedida, recordándole su naufragio, los cuerpos caídos y toda la noche de las extrañas coincidencias.

 
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Publicado por en 19 febrero, 2019 en Cuenterías

 

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San Valentín

El 14 de febrero se celebran los enamorados. Un día especial para recordar que se ama a la pareja de la misma manera que se la ama el 15 de enero o el 31 de octubre. Dos días después, o antes, él tiene un encuentro fugaz con su amante y ella le reprocha el imperdonable hábito de dejar las medias en el medio del camino. Pero el 14 se aman mucho, muchísimo más que todos los que llenan el restaurant en el que Hernán y María también cenan.

Hernán se está esforzando. Dos años antes le regaló una caja de chocolates, pero falló en el San Valentín siguiente, con una tarjeta y una flor. Esta mancha en el curriculum de la pareja les recuerda que aquel año fue oscuro y de crisis. Un agravio que puede superarse pero no se olvidará. Eligen el salmón ahumado, un chardonnay cosecha dos mil diez y encargan el volcán de chocolate para el postre, porque saben que su preparación demora.

María toma el vino y sus ojos brillan. Cuenta, paso a paso, el gesto de Julián. Al parecer, estaba planeando el encuentro desde Navidad, cuando Renata deslizó, sin intención, que le gustaban los peluches, aunque ya no estuviesen de moda. Esa mañana de los enamorados despertó y encontró catorce ositos en distintas habitaciones, colgados del ventilador de techo, adentro de una olla y en la mismísima tapa del inodoro. Pero había uno más, el decimoquinto, sentado en el sillón preferido de ella con la sonrisa tierna y los ojos brillantes.

El salmón trajo detalles de Renata que Hernán escuchó de su novia en silencio, bocado a bocado, pensando en las horas extra de trabajo que le costaría la cena mientras su cuñado Julián y su esposa se llevaban la atención de Valentín. Clavó con fuerza la cuchara en el volcán para ver el chocolate, tibio y amargo, derramarse sin control. María no olvidó contar las anécdotas del año anterior, en la que mencionó, sin rencor, la tarjeta y esa flor recibida. Hernán pagó la cuenta sin mencionar las veces que Julián iba acompañado de mujeres que no se llamaban “Renata”. Sentía los pies gigantes, encarcelados por los zapatos. Todavía  le quedó resto para tomar un café y desentenderse de ella tras una descompostura fingida.

El siguiente día de los enamorados no los encontró juntos. Hernán llegó a su casa con los pies a punto de estallar. La chica con la que salía había preparado panchos con mucha mostaza y bien gratinados, justo en el momento en el que comenzaba Star Wars en el cable. Sentado frente al televisor, se quitó los zapatos y las medias.

María y Renata cenaron juntas en el quincho. Al parecer, un viaje de trabajo había sacado a Julián de la ciudad, pero había recordado dejar un ramo rosas. En el segundo malbec, María comentó los detalles del salmón ahumado y la atención de Hernán cuando ella hablaba, un año atrás. La conversación era difícil. Las inquietaba un detalle que no podían distinguir, como tampoco podían notar que, al lado del ventanal, un oso de peluche gigante y decolorado por el sol de un año completo, las observaba en silencio con la sonrisa simpática y los ojos brillantes, bien muertos.

 
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Publicado por en 14 febrero, 2019 en Misceláneas

 

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¿Cómo saber si un libro es bueno?

Cuando encontramos un libro que nos llama la atención en la biblioteca o en la librería, lo empezamos a revisar. ¿Pero cómo saber si el libro es bueno y puede darnos satisfacciones? La respuesta es más fácil si tenés algunas claves y podés tomar la decisión en poco tiempo.

Te cuento algunos trucos que me resultan útiles a la hora de elegir.

  1. Autor: si ya leíste algo del mismo autor y te gustó, es más fácil decidir. Esto es un obviedad, pero no decirlo es un error. Aún así, hay autores desequilibrados o mejores en un perfil que otro. Por ejemplo, prefiero al García Márquez periodista por sobre el literato. Benedetti tiene mayores logros en sus obras primeras, cuando maduraba más sus textos. Tomo a Conan Doyle en las historias de detectives pero lo dejo de lado en la parte esotérica.
  2. Contratapa: hay que leerlas con mucho cuidado. Ningún escritor o editorial va a decirte que tenés en tus manos un libro de mierda pero, a veces, incluye críticas o comentarios de otros escritores que ayudan a definir la elección.
  3. Edición: si un libro va por su tercera edición, significa que funciona. Cuidado con esto, porque un libro bien vendido no equivale a un libro bien escrito. Lo que da es un indicio de aceptación en el público y el público en general lee cosas que, tal vez, vos no.
  4. Calidad de impresión y diseño: este indicador no debe incidir mucho en la decisión. Hay libros muy buenos mal encuadernados y peor diseñados. Las editoriales conocidas suelen tener un diseño macro conservador, simple y poco atractivo. Cambian la foto de la portada y eso es todo. Algunas (como Anagrama) también cambian el color de fondo. Incluso los de tapa dura, ilustraciones y papel de muy buena calidad pueden encubrir un fiasco.
  5. Traductores: sí, aunque parezca mentira, la traducción suele un factor clave en la calidad del libro y en su precio. «Ser y Tiempo», de Martin Heidegger, tiene varias traducciones. Las mejores pueden costar hasta 5 veces más que las peores. Nietzsche, en una traducción pobre, pierde toda su potencia poética. Las que hizo Cortázar sobre las obras de Alan Poe, no han sido superadas. Conocer al traductor puede ser la diferencia entre la diversión y el aburrimiento.
  6. Editorial: la editorial, como marca, también tiene mucho que aportar. Hay editoriales que, sin importar el libro que compres, suelen «cuidar tu dinero». Esto merece un capítulo aparte, y por eso armé una lista de las 5 editoriales que más leo.
  7. Reseñas: leer las reseñas de lectores de un libro también nos permite tomar mejores decisiones. Recomiendo leer las calificaciones buenas y las peores. Los lectores más experimentados suelen hacer críticas con buenos argumentos y son menos proclives a ser condescendientes o regalar estrellas a una obra.

Con todos estos indicadores, saber si un libro es bueno es mucho puede resultarte mucho más fácil. Espero que te guste y, también, podés decirme qué otro criterio utilizás vos y podamos agregar a esta lista.

 
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Publicado por en 25 enero, 2018 en Leo que Lee

 

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